Pablo es un terremoto de ocho grados en la Escala de Richter. Estudia Primaria, tiene nueve años y la ‘seño’ lo ha sentado en la primera fila para tenerlo controlado. Da lo mismo. Cada dos por tres se levanta de la silla sin ningún motivo aparente y molesta a sus compañeros de clase, que ya están hartos de él. Y eso que el curso no ha hecho más que empezar… En el recreo, se mete con otros niños y busca el choque constantemente. Sus notas son para echarse a llorar. Pablo no sabe qué le pasa. Su familia tampoco. Pablo no es feliz.
Diana comparte aula con Pablo, pero son como la noche y el día. Ella es un mar en calma. Se acomoda en la última fila y siempre está abstraída. Todo el mundo se ha olvidado de que existe. Su rendimiento escolar es pésimo. Y, como Pablo, tampoco es feliz.
Aunque parezcan polos opuestos, Diana y Pablo son las dos caras de una misma moneda: el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), una alteración que es más frecuente de lo que se piensa (puede afectar a más de un cinco por ciento de la población) y que está infradiagnosticada, es decir, que muchas de las personas que la padecen nunca se someterán a tratamiento, explica Juan Ángel Quirós, presidente de la Federación Andaluza de Asociaciones de ayuda al TDAH (Fahyda). Sin la terapia, psicológica y farmacológica (cuando sea necesario), hay hiperactivos que acaban teniendo una vida desdichada: fracaso en los estudios y en las relaciones sociales, conductas temerarias, aislamiento… «Existen estudios que afirman que un porcentaje no desdeñable de los internos en prisiones pueden tener el TDAH», indica Juan Ángel.
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